Uno de los fenómenos intrínsecos de la Guerra Civil española que ha permanecido prácticamente inaveriguado, cuando no oculto, durante la cuarentena franquista, y que, incluso hoy, no ha sido valorado en su justa magnitud, es la explosión cartelista de julio del 36 en Barcelona, no obstante ser aquellos primeros carteles los que configuraron, en el exterior, la imagen heroica de la revolución española que, en la época, alumbró una gran esperanza en los corazones del proletariado internacional. Revolución roja y negra que se prolongó hasta las sangrientas jornadas de mayo del año siguiente en las que triunfó el gobierno de Negrín y se consolidó la influencia del partido comunista en toda la zona republicana. En el transcurrir de aquellos primeros días de lucha callejera, cuando las fuerzas militares sublevadas acechaban amenazadoras en Zaragoza y otras capitales de España, y la burguesía pudiente catalana imbuida de «noucentisme» y de «seny» juzgaba la victoria popular como la euforia desquiciada de una algarada pasajera, la iconografía revolucionaria de los carteles que con prontitud extraordinaria llenaron las paredes de la agitada Barcelona, apareció, a los ojos de todos, burgueses atemorizados y luchadores revolucionarios, como signo inequívoco de una mayoritaria voluntad popular de lucha antifascista...