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sábado, 21 de diciembre de 2013

EL PODER DE LAS EMPRESAS TRANSNACIONALES

En los últimos cien años, mientras ha ido avanzando el capitalismo global y los Estados-nación han venido cediendo parte de su soberanía en cuanto a las decisiones socioeconómicas, las empresas transnacionales han logrado ir consolidando y ampliando su creciente dominio sobre la vida en el planeta.




Y es que aunque, en realidad, los antecedentes de lo que hoy son las compañías multinacionales pueden situarse varios siglos atrás –se habla de la existencia de empresas de este tipo ya a finales de la Edad Media, con los ejemplos de la Banca de los Médici o la Compañía de Indias–, no es hasta finales del siglo XIX y principios del XX, cuando compañías estadounidenses como General Electric, United Fruit, Ford y Kodak comienzan a extender sus negocios fuera de su país de origen, en que las grandes corporaciones empiezan a adquirir un papel de extraordinaria relevancia en el concierto internacional. Y eso se potencia, especialmente, en las tres últimas décadas del siglo pasado y en lo que va de este, ya que el avance de los procesos de globalización económica y la expansión a escala planetaria global de las políticas neoliberales han servido para construir un entramado político, económico, jurídico y cultural, a nivel global, del que las empresas transnacionales han resultado ser las principales beneficiarias.

Es evidente el poder que, en términos económicos, tienen las corporaciones transnacionales. Basta comprobar, por ejemplo, cómo la mayor empresa del mundo, Wal-Mart, maneja un volumen anual de ventas que supera la suma del Producto Interior Bruto de Colombia y Ecuador, mientras la petrolera Shell tiene unos ingresos superiores al PIB de los Emi­ratos Árabes Unidos. Asimismo, las compañías multinacionales disponen de un innegable poder político: son moneda de uso corriente las estrechas relaciones entre gobernantes y empresarios, no hay más que ver cómo, por citar solo algunos casos, los expresidentes González, Aznar, Blair y Schröder han entrado en el directorio de corporaciones como Gas Natural Fenosa, Endesa, JP Morgan Chase y Gazprom, respectivamente; de la misma manera que, en sentido contrario, Mario Draghi y Mario Monti pasaron de Goldman Sachs a las presidencias del Banco Central Europeo y del gobierno italiano.

Igualmente, las empresas transnacionales poseen una extraordinaria influencia sobre la sociedad tanto en el terreno cultural –las grandes compañías emplean la publicidad y las técnicas de marketing para consolidar su gran poder de comunicación y persuasión en la sociedad de consumo– como en el plano jurídico: los contratos y las inversiones de las multinacionales se protegen mediante una tupida red de convenios, tratados y acuerdos que conforman un nuevo Derecho Corporativo Global, la llamada lex mercatoria, con el que las grandes corporaciones ven cómo se protegen sus derechos a la vez que no existen contrapesos suficientes ni mecanismos reales para el control de sus impactos sociales, laborales, culturales y ambientales.

Todo este poder que han acumulado las empresas transnacionales se ha venido acrecentando, de forma acelerada, desde los años setenta hasta hoy. Esto es, desde que con la aplicación de las medidas económicas promovidas por Milton Friedman y la Escuela de Chicago, el neoliberalismo fue imponiendo su ideología por todo el globo aprovechando los golpes militares, las guerras, las catástrofes naturales y las sucesivas crisis económicas para introducir drásticas reformas sin apenas oposición popular en el marco de “la doctrina del shock”. En los últimos cuatro años, desde que estalló el crash financiero global, y siguiendo la máxima de “privatizar las ganancias y socializar las pérdidas”, las instituciones que nos gobiernan están aplicando en Europa las mismas políticas que se llevaron a cabo en los países periféricos en las décadas de los 80 y 90: reformas laborales que recortan derechos laborales básicos, modificación del sistema de jubilaciones para favorecer los planes de pensiones privados, aumento de los impuestos indirectos y de la fiscalidad sobre las rentas del trabajo, reducción de la tributación de empresas y grandes fortunas, mercantilización de los servicios públicos que todavía quedan por privatizar, eliminación de la inversión pública en edu­cación, sanidad, cooperación, dependencia, etcétera.

De este modo, mientras se inyectan presupuestos públicos millonarios a las mismas empresas que durante todos estos años se han beneficiado de la falta de regulación del sistema económico y financiero, la crisis es la excusa para avanzar con más fuerza en el desmantelamiento del Estado del Bienestar, la privatización de los bienes comunes y la apertura de puertas al capital transnacional para que pueda controlar más y más cuestiones que tienen que ver con los derechos fundamentales de la ciudadanía.

Las compañías multinacionales controlan los sectores estratégicos de la economía mundial: la energía, las finanzas, las telecomunicaciones, la salud, la agricultura, las infraestructuras, el agua, los medios de comunicación, las industrias del armamento y de la alimentación. Y la crisis capitalista no ha hecho sino reforzar el papel económico y la capacidad de influencia política de las grandes corporaciones, que tan pronto hacen negocio con los recursos naturales, los servicios públicos y la especulación inmobiliaria, como con los mercados de futuros de energía y alimentos, las patentes sobre la vida o el acaparamiento de tierras. Asistimos a una crisis sistémica que no es solo económica, sino también ecológica, social y de cuidados, que está produciendo estragos en las condiciones de vida de la mayoría de la población mundial.

En este complejo contexto, resulta imprescindible continuar con la investigación, el análisis, la denuncia y la movilización en contra de los abusos que cometen las empresas transnacionales en su expansión por todo el globo. Porque, lejos de debilitarse con la actual crisis económica y financiera, el hecho es que las grandes corporaciones continúan fortaleciendo su poder e influencia en nuestras sociedades gracias a sus renovadas estrategias corporativas y a la constante aplicación de nuevos modelos de negocio. Por eso, a la vez que se profundizan las desigualdades y las mayorías sociales ven cómo sus derechos quedan relegados frente a la protección de los intereses comerciales y los contratos de las compañías multinacionales, se hace más necesario que nunca fortalecer las luchas y resistencias en contra de las empresas transnacionales. A la vez, ha de avanzarse en la reflexión y la construcción de alternativas socioeconómicas que nos permitan mirar más allá del capitalismo, abriendo ventanas hacia esos otros modelos posibles, otras realidades que no pasen por situar a las grandes corporaciones en el centro de la actividad de la sociedad sino que, justamente al contrario, las desplacen a un lado para colocar en su lugar a las personas y a los procesos que hacen posible la vida en nuestro planeta.

Un mercado controlado por pocas empresas

¿Qué son las transnacionales?

Una empresa transnacional (o multinacional) es aquella empresa que está constituida por una sociedad matriz creada conforme a la legislación del país en que se encuentra instalada, que se implanta a su vez en otros países mediante inversión extranjera directa, sin crear empresas locales o mediante filiales, de acuerdo a las leyes del país de destino. Aunque tenga la apariencia jurídica de una pluralidad de sociedades, en lo esencial se constituye como una unidad económica con un centro único con poder de decisión.

El poder en pocas manos

En el año 2010, había 80.000 empresas transnacionales en todo el mundo, que controlaban 810.000 compañías filiales. Eso sí, a pesar de que existen miles de transnacionales en el mercado global, apenas unos cientos de ellas controlan a las demás: 737 multinacionales monopolizan el valor accionarial del 80% de total de las grandes compañías del mundo, y solo 147 controlan el 40% de todas ellas.

Artículo de  Pedro Ramiro, Erika González y Juan Hernández Zubizarreta, visto en diagonalperiodico.ne

martes, 2 de julio de 2013

LAS MUERTES EN TU CELULAR



Cada kilo de coltán que se extrae para la fabricación de teléfonos móviles, GPS, armas teledirigidas, satélites artificiales, les cuesta la vida a dos niños africanos. Naciones Unidas hizo tras una investigación concluyó que se trataba de una guerra dirigida por “ejércitos de empresas” para hacerse con los metales de la zona. En el listado aparecen  Anglo-América, De Beers, Standard Chartered Bank y cien corporaciones más. Empresas como Nokia, Ericson, Siemens, Sony, Bayer, Intel, Hitachi e IBM sacan material de la zona a través de empresas fantasmas. También está metida en el negocio la canadiense Barrick Gold Corporation.

 
No menos de cinco millones de civiles murieron en el Congo a lo largo de la guerra que ya lleva más de una década. Murieron por el coltán, pero ni ellos lo sabían. El coltán es un mineral raro, y su nombre designa la mezcla de dos minerales estratégicos llamados columbita y tantalita. Poco o nada valía el coltán, hasta que se descubrió que –por su conductividad– era imprescindible para la fabricación de teléfonos celulares, playstations, computadoras, GPS y misiles; y entonces pasó a ser más caro que el oro. Hoy mueren dos niños africanos por cada kilo de coltán que se extrae para la fabricación de estos productos de la sociedad de consumo.
El 80% de las reservas conocidas de coltán están en las arenas del Congo, un país pobrísimo, pero que para su desgracia es riquísimo en minerales, y ese regalo de la naturaleza se sigue convirtiendo en maldición de la historia.
El Congo huele a sangre, enfrentamiento entre etnias, pobreza, esclavitud y sobre todo a dinero. La antigua colonia belga tiene tanta riqueza que con su explotación debería nadar en la abundancia, sin embargo lo que le sobran son guerras. En su territorio alberga en grandes cantidades cobre, cobalto, estaño, uranio, oro y diamantes, casiterita, wolframita y sobre todo coltán.
 
 
DE LOS FABRICANTES DE PLAY STATIONS AL CONGO
Mientras el planeta se horroriza ante las atrocidades de la guerra civil en Siria, en África se libra otro antiguo y olvidado conflicto que parece interminable ante el silencio cómplice de los medios de comunicación y las trasnacionales involucradas en la producción de celulares y otros elementos de alta tecnología que requieren coltán. Sólo baja de intensidad de vez en cuando y vuelve a la barbarie cada vez que un fabricante de playstations retrasa la salida de su nuevo modelo aduciendo la falta de ese mineral.
Es la guerra del Congo o del coltán, como la llaman algunos, porque si bien el coltán no fue la razón primera de su estallido, sí lo es de su continuidad. Porque estos minerales de sangre son la riqueza del Congo y a la vez su condena.
 
Las grandes víctimas de toda esta guerra económica que se está desarrollando en el tercer país más grande de África son, sin duda, los civiles. Cifras impresionantes que nadie sabe por qué, sólo ahora han saltado a la primera plana de los periódicos. Más de cinco millones de personas han sido masacradas desde 1998 en Congo, y desde el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) confirman que actualmente hay 1.350.000 desplazados en el interior del país. Las mujeres y niñas son sistemáticamente violadas y empleadas como arma de guerra. Los niños no se salvan de la barbarie: unos son obligados a trabajar en las minas de coltán a mucha profundidad porque son los únicos que caben en ellas; miles de ellos mueren sepultados, de hambre y de agotamiento. Se calcula que por cada kilo de coltán extraído mueren dos niños.
 
Otros son reconvertidos en niños y niñas soldados; llegó a haber más de treinta mil reclutados y quedan entre tres y siete mil como carne de cañón, según datos de Amnistía Internacional. Los enfrentamientos actuales han puesto de nuevo en marcha este macabro sistema que se lleva a niños de sus aldeas para participar en la guerra. Los que intentan escapar son torturados ante sus compañeros para que sirvan de ejemplo. Hambre, desnutrición, sida, malaria o tuberculosis se suman a una situación alarmante. Por ejemplo, semanas después de que la Corte Penal Internacional condenara al comandante rebelde Thomas Lubanga a 14 años de prisión por reclutar niños soldados, Human Rights Watch cifraba en 149 “kadogos” (así se les conoce en la jerga militar) los secuestrados para luchar junto al grupo M23, liderado en la sombra por Bosco Terminator Ntaganda, lugarteniente de Lubanga que tiene orden de captura por el mismo tribunal.
 
 
DESDE EL GENOCIDIO EN RUANDA
Todo comenzó cuando los tutsis de la vecina Ruanda recuperaron el poder tras el genocidio de 1994 que cometieron los hutus. Estos últimos se refugiaron en el vecino Congo temiendo la represalia tutsi.
Agentes encubiertos de Ruanda como Terminator Ntaganda o Laurent Nkunda, ahora en situación de semilibertad en Kigali, fueron enviados junto a sus tropas a masacrar a los hutus que habían cruzado la frontera. Con esa táctica, Ruanda alejó la guerra de su territorio y justificó una ocupación militar en las zonas minerales que el Gobierno congoleño, a 2.000 kilómetros en la lejana Kinshasa, es incapaz de controlar. Ahora la Ruanda del presidente Paul Kagame, también acusado de genocidio en aquellas operaciones de castigo, le ha dado la luz verde a Terminator Ntaganda, que también fue niño soldado.
 
Gracias a esa constante inestabilidad, el gobierno del Congo ni puede explotar las minas ni mucho menos cobrar impuestos. Y sus vecinos necesitan la guerra para mantener un coltán barato, sin impuestos gubernamentales, gestionado por milicias fácilmente sobornables, como el M23 de Ntaganda, que factura miles de euros semanales en contrabando al mando de una brutal milicia armada con lanzacohetes y fusiles kalashnikov.
 
 
LAS TRANSNACIONALES DETRÁS
Hay muchos analistas que apuntan que son las multinacionales, con la complicidad de las potencias internacionales, las que han azuzado el conflicto. De hecho, Naciones Unidas hizo una investigación y las conclusiones fueron que se trataba de una guerra dirigida por “ejércitos de empresas” para hacerse con los metales de la zona, acusando directamente a Anglo-América, De Beers, Standard Chartered Bank y cien corporaciones más.
 
En el último decenio, las grandes transnacionales Nokia, Ericson, Siemens, Sony, Bayer, Intel, Hitachi, IBM y muchas otras han obtenido el material de esa zona para lo cual se han formado una serie de empresas (la mayoría fantasmas) asociadas entre los grandes capitales, los gobiernos locales y las fuerzas militares rebeldes para la extracción del coltán y de otros minerales como el cobre, el oro y los diamantes industriales.
 
Entre las más nombradas aparecen la Barrick Gold Corporation, de Canadá, la American Mineral Fields (en la que George Bush padre tenía intereses) y la sudafricana Anglo-American Corporation. El coltán extraído tiene como destino los Estados Unidos, Alemania, Bélgica y Kazajstán, aunque al tráfico y elaboración están vinculadas decenas de compañías. La filial de la alemana Bayer, Starck, es la productora del 50% del tantalio en polvo a nivel mundial.
 
Todas negaron estar involucradas en la guerra, mientras que sus gobiernos presionaban a la ONU para que dejaran de acusarlas. En el informe de la ONU se exponen un número de empresas europeas que han tenido mucho que ver con el mantenimiento económico de los rebeldes ruandeses para facilitar su comercio de coltán. Ahí aparecen las empresas belgas Sogecom Sprl, Sogem Unicore, o la alemana Masungiro GmbH, las actividades del suizo Chris Huber o la joint-venture holandesa y americana, Eagle Wins Resources. En un circuito que va desde la explotación minera hasta los fabricantes de tecnología como indica esta figura.
 
Pero ahí no queda todo. Este problema ha abierto, a su vez, un conflicto entre estadounidenses y europeos por el control del coltán. Este enfrentamiento tiene un tercer oponente: China, que firmó el contrato del siglo con el Congo en septiembre de 2007 para explotar durante 30 años los recursos naturales del país africano con un esquema de reparto de dividendos donde China se quedará con el 68% y el 32% restante irá a parar a los congoleños.
 
Los minerales de sangre salen por la frontera hacia Ruanda por carretera o por aire, a la vista de todos, dejando los bolsillos llenos a los corruptos funcionarios congoleños. Desde Goma, vía Kigali, viaja a las zonas fabriles de Shanghai, donde el Gobierno chino no se molesta en preguntar de dónde viene. Y de ahí a nuestros celulares, laptops y tablets.
Quien controle el coltán controla nuestra vida.
 
Como en el siglo XXI, toda nuestra tecnología depende de que haya un niño allí dando martillazos a una piedra y a un pedazo de tierra que se le viene encima.
 
Walter Goovar